La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas es la enésima alerta política del profundo y creciente malestar social existente en Occidente a causa de las políticas socioeconómicas aplicadas a lo largo de las últimas décadas y de la forma de gobernar de una élite cómodamente aislada en su burbuja de privilegios, con estrechos lazos y servidumbres con las grandes empresas y el sector financiero y totalmente desconectada de los problemas y penurias de la mayor parte de los ciudadanos. La victoria de Trump dará un redoblado impulso a las fuerzas populistas y de extrema derecha en Europa de cara a las elecciones en Holanda, Francia y Alemania del 2017.
La clase política, los gobiernos y la Unión Europea (UE) siguen sin escuchar esas advertencias cada vez más estridentes, salvo Gran Bretaña que ha abandonado su política de reducción a ultranza del déficit público tras el referéndum del Brexit. La Comisión Europea continúa exigiendo más recortes y reformas que destruyen el modelo social europeo y fomentan la precariedad y el empleo low-cost.
El 4 de diciembre, Norbert Hofer del Partido de la Libertad (FPÖ) podría convertirse en el primer presidente de extrema derecha de un país europeo después de la segunda guerram undial. El populismo autoritario ya gobierna en Polonia y Hungría y se considera “normal” que los partidos ultras formen parte de las coaliciones gubernamentales (Finlandia, Eslovaquia) o se apoyen en ellos (Dinamarca).
Daron Acemoglu, economista del Massachussets Institute of Technology (MIT) y coautor con James A. Robinson del libro ‘Economic Origins of Dictatorship and Democracy’, comenta que el éxito electoral de Trump es fruto de los graves pecados de omisión y comisión de las instituciones y de la clase política. Entre los fallos de omisión destaca su pasividad durante las tres últimas décadas ante el acaparamiento por una minoría de los beneficios de la globalización y del desarrollo económico, mientras millones de trabajadores perdían su empleo por las deslocalizaciones industriales y se disparaba la desigualdad.
Entre los fallos de comisión, Acemoglu, señala la desmedida influencia de las corporaciones y la banca en las decisiones políticas y las ayudas multimillonarias para salvar a la banca, mientras que ni se planteó ayudar a los millones de hogares que sufrían desempleo o desahucios, ni abordar los graves problemas de abandono y delincuencia de barrios enteros.
En Europa, el éxito electoral de los populistas y la extrema derecha también es fruto del impacto nefasto para un porcentaje creciente de la población de la política neoliberal de la globalización desregulada, combinada con la liberalización financiera, las privatizaciones, el recorte de los gastos sociales y la rebaja de impuestos para las empresas y las personas con mayores ingresos. Mientras se disparaba la desigualdad y la globalización conducía a millones de trabajadores a perder su empleo y su poder adquisitivo, los gobiernos han debilitado cada vez más los sistemas de redistribución y de seguridad social, lamenta Paul De Grauwe, de la London School of Economics.
Esto se ha visto agravado por el entramado institucional de normas económicas impuestas por Berlín y la Comisión Europea en la UE, que privan a los ciudadanos de voto en la política económica. Las decisiones económicas han sido transferidas a unas instituciones supranacionales tecnocráticas en Bruselas, destaca el sociólogo económico Wolfgang Streeck.
La situación se agravó con la errónea política de austeridad tras la crisis financiera, indica Simon Wren-Lewis de la Universidad de Oxford. Esta crisis y sus secuelas han sido redefinidas interesadamente por los dirigentes europeos conservadores como una crisis del déficit público y de la insostenibilidad del estado de bienestar, denuncia el canciller de Austria, Christian Kern. Esto se ha traducido en la imposición de nuevos recortes del gasto y de los derechos laborales y sociales.
El abrazo de la política económicas neoliberal por parte de los socialdemócratas y el veto de Bruselas a políticas alternativas nacionales han impulsado el aumento de la abstención y la fuga de votos hacia los populistas y ultras (si no hay alternativas a la izquierda), que captan el descontento gracias a su discurso euroescéptico, ‘antiestablisment’ y a favor de recuperar el control nacional sobre las decisiones.
La precariedad, la incertidumbre sobre el futuro y la competencia con el inmigrante por unos servicios públicos y sociales cada vez más escasos, favorece el repliegue identitario y que cuajen los discursos antiinmigrantes. Pero no hay que olvidar que el apoyo popular a los gobiernos autoritarios de Polonia y Hungría se cimenta en su política de gasto social y los impuestos a la banca y a las multinacionales.
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