Cuando María Cordero llegó a Kissimmee desde Puerto Rico hace un cuarto de siglo, en esta localidad cercana a Orlando donde abrió su restaurante de cocina tradicional “había muy pocos inmigrantes y en ninguna entidad del gobierno hablaban español”. Hoy, en cambio, se sabe y se siente “importante” cuando llega la hora de la política. Tiene razones.
El voto hispano, de poder limitado pero creciente, es uno de los más codiciados en la carrera por la presidencia de Estados Unidos que libran Hillary Clinton y Donald Trump. Aunque la candidata demócrata tiene entre ese grupo una clara ventaja de más de 20 puntos sobre un aspirante que ha demonizado a los inmigrantes, y podría mejorar los resultados de Barack Obama en 2012, que se llevó el 60% del voto latino, se sabe que es un voto fluido y nadie da nada por seguro. Especialmente en un estado donde pueden marcar la diferencia unos miles de votos (Obama ganó en 2012 por 74.000, el 1% de los emitidos) o incluso unos cientos, como recuerdan los polémicos 537 con que el Tribunal Supremo decidió dar la presidencia a George W. Bush en el 2000.
Florida es el estado bisagra por excelencia y sus 29 votos del colegio electoral históricamente han sido clave para alcanzar los 270 que dan las llaves de la Casa Blanca. Y ninguno de sus territorios es más trascendental que el llamado corredor I-4, los siete condados que atraviesa la interestatal que une Orlando con Tampa, los dos mercados publicitarios donde más dinero se ha invertido en anuncios de campaña. En esta franja del centro del estado la población hispana crece a un ritmo casi tres veces superior al resto y aquí viven el 44% de los votantes registrados latinos de Florida. Y entre ellos, el grupo que más crece es el de portorriqueños como Cordero, que son ya más de 1,1 millones en el Sunshine state.
“HABLAMOS MUCHO, VOTAMOS POCO”
Con la isla asfixiada por una deuda de 70.000 millones de dólares, la emigración es imparable y a la zona del I-4 llegan cada mes unas 1.000 familias desde Puerto Rico. Como ciudadanos de un estado libre asociado, tienen inmediatamente derecho a voto. Y el foco ha estado puesto, primero, en ayudar sobre todo a los nuevos residentes a registrarse (porque las estadísticas indican que solo lo hace el 60% de los hispanos) y, ahora, en recordarles que vayan a votar (porque en 2012 solo lo hicieron el 48% de quienes podían). “El problema del latino es que no votamos. Hablamos mucho pero votamos poco”, reconoce Joan González, una mujer de 41 años que el sábado almorzaba en Melao Bakery, otro popular establecimiento portorriqueño de Kissimmee.
González, jefa de un almacén, está registrada como independiente pero el 8 de noviembre emitirá su voto por Clinton. Y el suyo es un patrón que se ha hecho también habitual en la última década en Florida: los hispanos registrados como republicanos han caído del 37 al 26%, los demócratas han subido del 33 al 37% y los que más han crecido son los que se registran como independientes (del 28% al 35%), que en las urnas suelen inclinarse por el lado demócrata.
Clinton, no obstante, es consciente de que hay muchos votantes portorriqueños como Rafael Atiles, que dice estar aún indeciso pero anuncia también que si vota lo hará por Trump. “Prefiero un loco que alguien diabólico que atenta contra los principios de la biblia”, asegura este empleado de una aerolínea de 47 años que es uno de los muchos “votantes de valores”. “Los dos son nocivos y tóxicos y Trump es un tonto en la manera en que habla, pero nadie se atreve a decir como él cosas que son ciertas”.
EXILIO CUBANO, MENGUANTE PODER
A Trump le queda, además, otro resquicio entre los hispanos: la parte del voto cubano que sigue siendo, según se mire, profundamente republicano o apasionadamente antidemócrata, y que se concentra en el condado de Miami-Dade, el de mayor población hispana del país (68%).
Es el tipo de votante que se encuentra en la famosa calle 8 de Miami, gente como el peluquero Luis Cruz, de 88 años, que asegura que “Trump es la única oportunidad de que este país coja un buen camino”, dice que “hace falta mano dura con los terroristas”, lanza acusaciones improbables como que “el 23% de los inmigrantes que entran son violadores” y, por supuesto, reniega de la renovación de lazos diplomáticos con Cuba (“No existe el embargo, es un cuento”, “Obama le ha regalado cosas a Cuba sin pedirle nada a cambio”).
Es también el tipo de votante habitual en lugares como Hialeah. En este enclave con la mayor comunidad de cubanos fuera de la isla tiene una de sus oficinas la campaña de Trump, y allí trabaja como voluntaria Blanca Vsortos, que ve en Trump a “el líder que hace falta para cambiar un país que se está perdiendo”. Esta cubana no tiene reparos en mantener vivas teorías conspiratorias (“no se sabe si Obama es estadounidense o no”), en lanzar insultos (“la madre de Obama era una prostituta”), en cuestionar a las mujeres que han acusado de abusos a Trump (“Para que te quieran besar o te pongan la mano encima hay que haber hecho algo”) o en pronunciar declaraciones inflamatorias contra todos los musulmanes o contra otros inmigrantes sin las facilidades legales de los cubanos (“los mexicanos no pueden mandar en este país”).
El poder que históricamente ha ejercido esta comunidad en la política de Florida y nacional, no obstante, está menguando ante la llegada de una oleada de inmigrantes cubanos económicos y no políticos y de ciudadanos de otros países como Venezuela, que pueden huir de determinadas políticas progresistas pero también huyen del populismo. Los hispanos demócratas en el condado de Miami-Dade han crecido un 333% desde 2004. Y entre los cubanos de la vieja guardia se extiende un chiste que, con humor negro, asume su pérdida de poder: “Para que gane fulano hay que ir al cementerio”.
El periodico
Tags internacional