El presidente francés Jacques Chirac fue uno de los últimos ejemplares, en el peor y en el mejor sentido, de lo que despectivamente se llama la vieja política. Chirac, fallecido este jueves en París a los 86 años tras una larga enfermedad, encarnó la presidencia, de 1995 a 2007, combinando la solemnidad monárquica de la V República con una empatía y una habilidad para hacerse querer, que nada tienen que ver con el populismo. Algo le llevó, en los momentos decisivos, a colocarse en el lado correcto de la historia. Quizá era el oficio, que dominaba como pocos, el olfato o el maquiavelismo propio del cargo.
Fue también un político maniobrero y oportunista. Vivió casi siempre del erario público, con chófer y en residencias oficiales. Le obsesionó la lucha por el poder y prodigó puñaladas a diestro y siniestro. Su ideología era imprecisa y adaptable según soplaba el viento, y las sospechas de corrupción le acompañaron durante buena parte de su carrera. Sus logros tangibles después de cuatro décadas en todos los escalafones del poder fueron escasos: ni dejó Francia más unida, ni más próspera, ni más poderosa en el mundo.
El momento estelar —el que se citará en el párrafo que le dedicarán los libros de historia dentro de 50 o cien años— fue su negativa a apoyar a Estados Unidos en la guerra de Irak en 2003. La decisión de una potencia declinante como Francia de encabezar el frente europeo contra unos Estados Unidos omnipotentes le valió la animadversión de George W. Bush y de su aliado español José María Aznar. Se le atribuyeron todo tipo de motivos, desde el secular chovinismo francés hasta oscuros intereses económicos con el tirano Sadam Husein. Posiblemente algo de verdad había en los reproches: la vieja política estaba hecha de estos claroscuros. Pero el desastre de la ocupación y de lo que acarrearía en la década y media siguiente acabó dirimiendo con claridad quién tenía razón y quién no en aquel contencioso que partió Europa y dejó maltrecha la relación transatlántica.
Chirac fue ministro entre 1967 y 1974, dos veces primer ministro (entre 1974 y 1976 y entre 1986 y 1988), diputado con interrupciones entre 1967 y 1995, alcalde de París entre 1977 y 1995, y presidente entre 1995 y 2007. Dicen que asistió a más de mil consejos de ministros.
Toda una vida para un legado limitado. No reformó Francia: su antiguo protegido y después sucesor, Nicolas Sarkozy, le llamó “el rey holgazán”. Tampoco profundizó en la integración de la Unión Europea. Su etapa en el palacio del Elíseo coincidió con el deterioro de un motor francoalemán en el que, por primera vez, la relación de Francia con la Alemania reunificada empezaba a dejar de ser entre iguales. La convocatoria del referéndum sobre el Tratado Constitucional de la UE, en 2005, y la victoria del no abrieron una etapa de incertidumbres sobre el proyecto común que aún no ha terminado. Tampoco moralizó la vida pública, al contrario. En 2011 fue el primer expresidente —y único hasta la fecha— condenado por la justicia. Ni siquiera obtuvo un verdadero éxito electoral. En la primera vuelta de las dos elecciones presidenciales que ganó, en 1995 y 2002, no superó el 21% de votos. Los franceses le querían, pero no le votaban masivamente.
“Más allá de su estatura política y de su devoción a las distintas funciones que desempeñó, diría que fue un patrón absolutamente formidable. Era agradable trabajar con él. Nunca se enfadaba. Con frecuencia se mostraba impaciente. Amaba a sus colaboradores y sus colaboradores le amaban a él”, recordaba por teléfono, minutos después de conocerse la muerte, Bertrand Landrieu, que fue su director de gabinete en el palacio del Elíseo. Del legado de Chirac, Landrieu destaca el no a la guerra de Irak y la etapa en la alcaldía de París, que fue su auténtica plataforma de lanzamiento al poder. Pero era su imagen de rey bueno lo que, en un momento de máxima polarización, suscita una nostalgia difusa que hace que muchos de sus viejos adversarios le reivindiquen, como su sucesor socialista —diputado como él por la región agrícola de Corrèze—, François Hollande.
El político de las ‘mil caras’
Hay múltiples Chiracs en una trayectoria tan larga. El muchacho con raíces en la Corrèze —su feudo— y con una familia radicalsocialista, un centroizquierda francés moderado y no marxista. El alumno de la elitista Escuela Nacional de Administración (ENA) que se casó con Bernadette Chodron de Courcel, su compañera fiel, pese a las turbulencias del matrimonio, hasta los últimos años de enfermedad. El impetuoso ministro que acudía armado con una pistola a las negociaciones para poner fin a la revuelta de Mayo del 68. El primer ministro de Valéry Giscard D’Estaing, a quien traicionó para crear el Reagrupamiento por la República (RPR), poderosa maquinaria electoral del neogaullismo que tras varios intentos acabaría propulsándole a la presidencia. El primer ministro en cohabitación en 1986: un conservador con un presidente socialista que le derrotó dos veces en las urnas, François Mitterrand, relación que se invertiría 11 años después cuando él era presidente y el primer ministro, el socialista Lionel Jospin. El camaleón que pasó de encabezar en los ochenta el reformismo liberal —con aires reaganianos y thatcherianos— a abrazar en la década siguiente la bandera de la derecha social y a frenar las reformas en 1995 ante las mayores protestas desde 1968. El europeísta militante que pugnó por afirmar la autonomía francesa aunque irritase a sus socios: con las pruebas nucleares en el Pacífico o con palabras despectivas ante los nuevos miembros de la UE. El experimentado táctico que cometió el error de disolver la Asamblea Nacional en 1997 y abrir la puerta al Partido Socialista. El presidente que consiguió el mayor apoyo en una segunda vuelta —un 82,2% en 2002, cuando izquierda y derecha le votaron para frenar al candidato de la ultraderecha, Jean-Marie Le Pen—.
¿Qué queda de Chirac? Su familia política, una amplia coalición de matriz gaullista, que iba desde el centro reformista y social hasta la derecha dura, es hoy un paisaje en ruinas, sin líder ni programa. El auge de los populistas ha desplazado la idea de popularidad a otra dimensión: la de la pura manipulación emocional. Los políticos novatos, como Emmanuel Macron, observan con envidia la capacidad de aquellos profesionales para conectar con los votantes. Las lecciones de la vieja política no se han agotado.
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