Con lluvia y cielos encapotados en toda la costa este, millones de estadounidenses votan a estas horas por todo el país en las elecciones legislativas, la primera prueba de envergadura de la presidencia de Donald Trump. Dos años después de su inesperada victoria en las presidenciales, Estados Unidos es un país fracturado políticamente y emocionalmente desgarrado por la visceralidad que despierta el magnate republicano. En juego está el control del Congreso federal y del poder en los estados, pero también dos conceptos de país cada día más alejados. Por un lado, el nacionalismo rampante que emana de la Casa Blanca, un país nostálgico y ensimismado en sí mismo, que teme a los cambios sociales y reverdece bajo el sentimiento de amenaza. Por otro, una nación más diversa, tolerante y humanista, apegada a la vieja idea de América como fuerza el bien en el mundo.
El desenlace de estas elecciones dependerá en gran medida de la participación, del partido que sea capaz de movilizar a más votantes. En la últimas legislativas votó solo el 37% del electorado, pero todo parece indicar que esta vez se pulverizará esa marca, históricamente baja. El voto anticipado ha crecido un 66% y, durante toda la jornada, las colas han sido la norma en muchos colegios electorales. “Normalmente no voto en las elecciones de medio mandato, pero todo el mundo está dándoles tanta importancia que me parece importante apoyar a Trump”, decía Jennifer en Nueva York, una votante republicana de 35 años. “Aunque algunas de sus tácticas me dan miedo, creo que tiene en el corazón los intereses de América”.
Hasta el último momento Trump ha desafiado el criterio de su partido, que aspiraba a una campaña mucho más luminosa, centrada en el éxito económico, la subida de los salarios y el paro más bajo de los últimos 48 años. En su lugar, ha seguido azuzando el espantajo de “la invasión” de la caravana de inmigrantes y presentando a los demócratas como “el partido del crimen”, una formación que supuestamente aspira a hacer de EE UU “una pesadilla socialista”. Esa retórica ha alcanzado tal grado de demagogia que todas las grandes cadenas de televisión del país, incluida la muy conservadora Fox News, se ha negado a emitir uno de los últimos anuncios de su campaña por considerarlo “ofensivo” y “racista”.
El anuncio vincula a la caravana con un inmigrante convicto que presume de matar policías. Acaba diciendo que el presidente es el único que puede frenar la “invasión” cerrando las fronteras. “Estoy terriblemente preocupada por lo que está pasando. Nunca antes había salido un lenguaje semejante de la Casa Blanca. Necesitamos un cambio”, decía Linda Carr, una votante demócrata de 68 años, a la entrada de un colegio electoral de Cheverly (Maryland).
Esa misma ansiedad por la fractura social creada por el presidente recorre el país. “Espero que este sea un referéndum sobre Trump porque no es un líder positivo”, decía Michele Karl, una gestora de propiedades inmobiliarias en Maryland. Karl teme que el país se esté deslizando hacia el “fascismo”, una opinión que argumenta aludiendo a las intenciones de Trump de cambiar la Constitución por decreto, sus ataques a la libertad de prensa o su tendencia irreprimible a falsear la realidad.
La movilización de las mujeres con formación universitaria es una de las grandes bazas de los demócratas, que esperan a su vez que los latinos abandonen su tradicional apatía en las legislativas. La pregunta en español de “¿Dónde votar?” era hoy tendencia en Google. Si se cumplen las encuestas, los demócratas recuperarán la Cámara de Representantes, un escenario que les permitiría frenar la agenda legislativa de los republicanos y lanzar comisiones de investigación para escrutar las finanzas del presidente o su posible cooperación con la trama rusa. Mucho más difícil se antoja que recuperen el Senado, donde los conservadores tienen una estrecha mayoría.
Lo que no parece que vaya a cambiar en los dos próximos años es la profunda polarización social y política del país, la misma que está haciendo del Congreso una institución cada vez más irrelevante por la incapacidad de su clase política de buscar consensos bipartidistas. El Partido Republicano se parece cada día más a Trump, mientras el demócrata es incapaz de encontrar su identidad desde la derrota del 2016. “Estamos más divididos que nunca, es realmente triste”, dice Mía Foster en Nueva York. “Hay mucha retórica de odio. Yo soy negra, judía y mujer y me afectan estas cosas. No culpo directamente a Trump de la matanza en la sinagoga de Pittsburgh, pero incita a la gente que tiene esas ideas, se sienten respaldados”.
Desde el bando contrario, Chesed Broggi está de acuerdo en que la situación se está volviendo insostenible. “Lo que antes eran diferencias de opinión ahora es animosidad y odio. Nos separa en el barrio, en la iglesia, en los colegios”, dice esta madre de cuatro hijos. Pero como hace el presidente achaca buena parte de la culpa a los medios. “La prensa odia a Trump, pero también lo ama porque dispara sus audiencias. Y ya se sabe que la división vende, sirve para mantener a la gente enchufada”.
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