El presidente francés, acusado de gobernar para los ricos, propone vías alternativas a los subsidios tradicionales.
Acusado de ser el “presidente de los ricos” y gobernar con políticas liberales, Emmanuel Macron ha intentado este jueves dar un giro social a su presidencia con un plan para combatir la pobreza en Francia.
Macron promueve un “nuevo Estado del bienestar” que rompa con lo que llamó “el bucle de la fatalidad social”. El plan, centrado en la infancia y la juventud y en la búsqueda de alternativas a la distribución de subsidios, es el primer gran anuncio de un curso político marcado por la caída en los sondeos, la deserción de su ministro más popular y la ralentización de la economía.
Francia es hoy el país europeo que más recursos dedica a la protección social, un 32,1% del Producto Interior Bruto, según datos del Ministerio de las Solidaridades y de Sanidad. Y es uno de los países con una tasa de pobreza más baja, un 13,6 %. El avanzado sistema de redistribución social y fiscal contribuye a hacer de Francia uno de los más igualitarios de la UE.
Vista así, la política contra la pobreza de los Gobiernos franceses de las últimas décadas podría considerarse un éxito. Y lo es, según Macron, a la hora de atenuar el coste existencial de vivir con ingresos inferiores al 60% de la media nacional —menos de 1.015 euros al mes, situación en la que se encuentran 8,8 millones de franceses— y de proteger ante golpes como la Gran Recesión. Lo es menos, en cambio, a la hora de permitir a los pobres dejar de serlo.
En un discurso en el Musée de l’homme, el gran museo sobre la evolución de las sociedades humanas en París, el presidente de la República citó una cifra impactante: un niño pobre en Francia debería esperar 180 años para que sus descendientes lograran ascender a la clase media. En otras palabras, en Francia hay menos pobres que en otros países desarrollados y ser pobre en Francia resulta comparativamente más ventajoso que en otros lugares, pero aquí los pobres viven encerrados en una espiral que perpetua las desigualdades y bloquea la movilidad.
“No se trata de ayudar a los pobres a vivir mejor en la pobreza sino de ayudarlos, acompañarlos para que salgan de ella”, dijo Macron. “Quiero darles a las personas pobres la posibilidad de elegir dejar de serlo, y no de serlo un poco menos”.
El plan, que debió presentarse en julio pero se aplazó con la victoria de Francia en el Mundial de fútbol, no desprecia las ayudas económicas. Su financiación costará unos 8.000 millones de euros hasta 2022. La novedad real está más en el cambio de enfoque que en las medidas concretas, algunas ya anunciadas en los últimos meses. La idea de fondo es que los subsidios son insuficientes para romper el “determinismo social y territorial”, una manera de “relegar para siempre a la gente a una pobreza que aparentemente se habría suavizado”.
La primera infancia es prioritaria. Las medidas incluyen la obligatoriedad de la escolarización a los tres años, la distribución de desayunos gratuitos —considerado un factor de éxito escolar—, la creación de 30.000 plazas de guardería y la ayuda a los centros que acojan a niños pobres.
Otra edad crítica es la adolescencia. Unos 60.000 jóvenes de entre 16 y 18 años han abandonado la escuela y carecen de empleo, y están fuera del control de las autoridades. El plan antipobreza contempla obligarlos a seguir una formación hasta los 18 años.
Una de las medidas novedosas es la creación del llamado ingreso único de actividad que garantice un mínimo de dignidad a todas las personas. Esta ayuda debe acabar con la maraña de prestaciones actuales y estar sometida “a derechos y deberes suplementarios”. Cada beneficiario, dijo Macron, debe recibir un seguimiento más cercano y ágil que el actual, además de propuestas de inserción laboral, “en el que será imposible rechazar más de dos ofertas de empleo razonables”.
El giro social de Macron tiene un aire liberal, no tanto al estilo de Margaret Thatcher en los años ochenta sino de la tercera vía del británico Tony Blair o el alemán Gerhard Schröder hace más de una década. Los consejeros del palacio del Elíseo admiten una vaga inspiración en los modelos escandinavos.
El proyecto debe ayudarle a retomar el pulso de la presidencia, y demostrar que es falso que sus reformas fiscales o laborales beneficien sólo las personas con más ingresos. Uno explicación de su pérdida de popularidad, 15 meses después de llegar al poder, es la imagen de que vive desconectado de las preocupaciones de los franceses de a pie, una arrogancia que se percibe a veces como un cierto desprecio para los que fracasan.
El presidente ha acuñado un vocabulario particular. Habla de “arresto domiciliario” para referirse a los franceses que, por los obstáculos que el propio sistema les pone, no puede escapar de sus barrios o comunidades. Alude a las “desigualdades de destinos” —más que a las desigualdades, o a la igualdad de oportunidades— en alusión a los destinos ineludibles para millones de personas sin acceso a la rampa meritocrática de la República. Y le gusta hablar de “emancipación” de la vía predefinida por los orígenes.
Hace unos meses, en una reunión en el Elíseo que su equipo difundió en las redes, el presidente dijo: “Metemos una pasta descomunal en las prestaciones sociales, y la gente sigue siendo pobre”. Y añadió: “Hay que encontrar algo que permita a la gente salir adelante”. La crudeza de aquellas palabras chocó a muchos franceses. No es muy distinto de lo que, con otras palabras, dice el plan antipobreza.
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