La mentira política no requiere de la mano del arte para trascender, por cuanto ella misma supera con creces las transposiciones creativas. Para los estudiosos de la política norteamericana, las falsedades y exageraciones de Donald Trump no tienen comparación en los anales presidenciales de ese país.
«Hay que tener buena memoria después de haber mentido».
La frase corresponde a Pierre Corneille (1606-1684), poeta y dramaturgo francés, autor de una de las mejores comedias de todos los tiempos, El mentiroso, con un personaje, Dorante, perteneciente a la vasta galería de charlatanes imaginativos que van por la vida tratando de obtener lo que quieren a base de imaginación y engaño.
La mentira y el mentiroso se reiteran en la literatura y el arte, desde un principio asociándose al enredo amoroso y a las ansias de poder y gloria.
Ya en Las nubes (423 a.n.e) Aristófanes hace coincidir la mentira con la artimaña encaminada a obtener un propósito. En La Divina comedia (terminada hacia 1321) la mentira dejará de ser un concepto general para adquirir una significación de corte antropológico: «el ser mentiroso», que Dante situará en el octavo círculo del Infierno, junto a políticos corruptos, hipócritas, ladrones y fraudulentos de toda laya.
La disputa medieval metafísica entre la verdad y la mentira cobrará cuerpo teórico en las figuras de Dios y el Diablo, este último considerado padre por excelencia de la falsedad y el engaño (recordar al presidente Chávez cuando en aquella intervención suya en la onu, después de hablar un W. Bush desordenado en falacias, dijo, con magnífica ironía, que el lugar olía a azufre).
Un Diablo siempre dispuesto a mentir y a participar en el juego de la seducción mediante la trampa, y que alcanzará estatura de clásico en el Mefistófeles creado por Goethe en su Fausto.
El mentiroso ha sido plato fuerte de estudiosos y creadores, por cuanto en manos de ellos el concepto universal de la verdad se hace añicos ante un pragmatismo regido por el egoísmo y los fines más aviesos.
La mentira política no requiere de la mano del arte para trascender –aunque haya sucedido–, por cuanto ella misma supera con creces las transposiciones creativas que, a partir de la realidad, han hecho grandes artistas, algunos de ellos aquí citados.
Pero en ese terreno, como dijera el maestro Corneille, también «hay que tener buena memoria después de haber mentido».
Lo saben los estudiosos de la política norteamericana, para quienes las falsedades y exageraciones de Donald Trump no tienen comparación en los anales presidenciales de ese país, donde no ha faltado el «ser mentiroso» remitido por Dante al octavo círculo del Infierno.
Libros, compilaciones y artículos miles se han escrito acerca de las mentiras del presidente formado histriónicamente bajo las premisas del reality show, pero bastaría citar estas ligeras joyas soltadas sin inmutación alguna: «Obama nació en Kenia», «se rompió el récord de asistencia en mi toma de posesión» (teniendo fotos comparativas en las manos que lo negaban), «acabo de hablar con el jefe de los Boy Scouts» (llamada que no tuvo lugar) y «Meryl Streep es una de las actrices más sobrevaloradas de Hollywood».
Hace unos meses, Sheryl Gay Stolberg escribió un artículo titulado «Todos mienten, pero Trump es un experto», en el que aseguraba que desde «hace más de 40 años, los presidentes de Estados Unidos han mentido en aspectos importantes de sus gobiernos y han logrado salir impunes; sin embargo, con la era Trump se ha llegado a un nuevo nivel y solo el 20 % de las afirmaciones del mandatario son ciertas».
Ya Politifact, un proyecto del Tampa Bay Times dedicado a verificar datos, había asegurado que solo el 20 % de las declaraciones de Trump por ellos revisadas eran ciertas, mientras un total de 69 % «son mayoritariamente falsas, falsas, o de plano pertenecen a la categoría de mentiras burdas».
Mintió el presidente James Knox Polk al argumentar las razones de la guerra con México en 1846: «Mueren allí estadounidenses», dijo dramáticamente, cuando la verdad era que los esclavistas querían anexarse «por las malas» la mitad del país.
Mintió McKinley en 1899 en lo referente a la participación de su país en las guerras que sostenían cubanos y filipinos en sus respectivos países contra la dominación española. Libertad era la palabra utilizada por la tropa estadounidense, la verdad es hoy tan objetiva que no hace falta extenderse.
Mintió el presidente Wilson al justificar la participación de Estados Unidos en la primera Guerra Mundial. «Es para llevar la democracia», dijo, cuando no pocos sabían que aquello era una piñata sangrienta en beneficio de la repartición imperial.
Mintió Truman al afirmar que Hiroshima era un objetivo militar y por lo tanto merecía una bomba atómica.
Mintieron Kennedy, Johnson, y Nixon en relación con no pocas interioridades exterminadoras vinculadas a la invasión a Vietnam del Sur, «para que no cayera en manos del comunismo».
Mintió Reagan al justificar su agresión a Granada, por constituir una amenaza a la paz de Estados Unidos, y Bush padre, al intervenir en Panamá (con miles de muertos por parte de la población) y más tarde en Irak, en 1991, tan rico el país en petróleo –verdadera causa de las pesadillas «humanitarias» que llegó a confesar el mandatario–. Mintió también su hijo, con el cuento de las armas de destrucción masiva, una segunda injerencia bélica a ese país de la que todavía no se sabe a cabalidad la cantidad de víctimas y daños que dejó.
Rápida relación de mentiras presidenciales –hay muchas más–relacionadas con invasiones de Estados Unidos a objetivos que le interesaban y que traigo a colación después de que los supuestos ataques sónicos a objetivos estadounidenses en Cuba –sin sustentación, hechos trizas por especialistas de medio mundo– se convirtieran, de la noche a la mañana, en ataques de microondas, quizá como antesala de que mañana se transformen en una conspiración de índole interplanetaria dirigida –¡ay Hollywood!, ¡ay guionistas de Washington!– por los insistentes cubanos.
Mintió el presidente James Knox Polk sobre la guerra con México en 1846: «Mueren allí estadounidenses», dijo, cuando la verdad era que los esclavistas querían anexarse la mitad del país.
Mintió McKinley en 1899 sobre la participación de su país en las guerras que sostenían cubanos y filipinos en sus respectivos países contra la dominación española. Libertad era la palabra utilizada por la tropa estadounidense, la verdad es hoy tan objetiva que no hace falta extenderse.
Mintió el presidente Wilson al justificar la participación de Estados Unidos en la primera Guerra Mundial. «Es para llevar la democracia», dijo, cuando no pocos sabían que aquello era una piñata sangrienta en beneficio de la repartición imperial.
Mintió Truman al afirmar que Hiroshima era un objetivo militar y por lo tanto merecía una bomba atómica.
Mintieron Kennedy, Johnson, y Nixon en relación con no pocas interioridades exterminadoras vinculadas a la invasión a Vietnam del Sur, «para que no cayera en manos del comunismo».
Mintió Reagan al justificar su agresión a Granada por constituir una amenaza a la paz de Estados Unidos.
Mintió Bush, padre, al intervenir en Panamá y más tarde en Irak, en 1991, tan rico el país en petróleo, verdadera causa de las pesadillas «humanitarias» que llegó a confesar el mandatario, y Bush, hijo, con el cuento de las armas de destrucción masiva, una segunda injerencia bélica a ese país de la que todavía no se sabe a cabalidad la cantidad de víctimas y daños que dejó.
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