«La Guerra Fría ha vuelto», advirtió recientemente el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, en un contexto internacional en el que retornan viejos tambores de guerra, adornados con otros rostros y métodos.
A menudo se habla del tratado Molotov-Ribbentrop, firmado entre la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y la Alemania nazi el 23 de agosto de 1939, con el que Moscú intentaba evitar o al menos demorar la agresión a su territorio, pero poco se dice que los días 29 y 30 de septiembre de 1938, en la ciudad alemana de Múnich, se reunieron los primeros ministros de Gran Bretaña y Francia con el Führer y el Duce para aprobar el desmembramiento de Checoslovaquia, la entrega de Polonia y el ataque alemán a la URSS.
La Unión Soviética, que ya en la Conferencia de Desarme celebrada en Ginebra en 1932 había propuesto un convenio para el desarme general, planteó en 1938 a los círculos dirigentes de Francia y Gran Bretaña una alianza que fue rechazada tajantemente. Las grandes potencias capitalistas veían entonces desfilar con júbilo a los Panzer alemanes por las calles de las ciudades soviéticas.
Todos los intentos de la URSS por crear un frente común para evitar la guerra fracasaron ante el interés prioritario de las potencias occidentales de acabar con el primer estado socialista del mundo.
El curso de la guerra, que se hizo mundial, llevó a Estados Unidos e Inglaterra a tomar partido al lado de la URSS, los antiguos enemigos se aliaron ante el peligro mayor.
El fascismo fue derrotado y el prestigio alcanzado por el primer estado socialista era inmenso, los comunistas en toda Europa habían desempeñado un papel destacado en la resistencia antifascista y contaban con una creciente simpatía en el pueblo, incluso en los propios Estados Unidos.
El aliado circunstancial resultaba incómodo y volvía a ser el enemigo, las potencias capitalistas debían poner un «muro de contención a la influencia comunista». La «contención» se convirtió en el principio guía de la política occidental y siguió siéndolo durante los siguientes 40 años.
Aunque el término había sido usado por el escritor George Orwell en su ensayo You and the Atomic Bomb en octubre de 1945, el primer uso político de la expresión se atribuye a Bernard Baruch, asesor presidencial estadounidense, el 16 de abril de 1947, y fue popularizado por el columnista Walter Lippmann en su libro The Cold War.
La Guerra Fría fue un enfrentamiento que abarcó un amplio espectro: político, económico, social, militar, informativo, científico e incluso, deportivo, y se prolongó –al menos aparentemente– hasta la disolución de la URSS.
El acuerdo tácito de las superpotencias de no usar las armas nucleares ante el peligro de exterminio mutuo masivo, el hecho de que ninguno de los dos bloques tomara acciones directas contra el otro, definió el término, lo que no quiere decir que escasearan los enfrentamientos, pues la guerra fría estuvo marcada por acciones bien calientes en muchos lugares del mundo que generaron cientos de miles de muertos: la Guerra de Corea, la Guerra de Vietnam, los golpes militares en América Latina, intervenciones militares, operaciones de exterminio como Fénix y Cóndor, entre otras.
La existencia de la URSS hizo posible el triunfo de procesos democráticos y revolucionarios en muchos lugares del mundo. El imperialismo no podía actuar con entera libertad para dominar y derrotar los procesos progresistas, y el equilibrio de fuerzas en las relaciones internacionales permitió llevar adelante procesos de descolonización en Asia y África, fundamentalmente.
Con la caída de la URSS y la desaparición del bloque socialista, el poder global capitalista tenía las manos libres, ahora, al parecer, era el dueño absoluto de los destinos del mundo.
La hegemonía mundial estadounidense llegó a su apogeo: el robo a «mano armada» de los recursos de países como Irak, Libia, Afganistán, el saqueo de las riquezas de los países dependientes, marcaron los años posteriores al fin de la Guerra Fría. Así se incrementaron las incursiones para apropiarse de los recursos naturales y los mercados.
Eufóricos, los adalides del capitalismo, proclamaron el fin de la historia, el triunfo total del egoísmo, de la depredación, pero el agresor se estancó en las nuevas guerras coloniales.
América Latina y el Caribe se negó a aceptar la coyunda. Cuba se convirtió en una paradoja política, según los especialistas de la CIA, mientras que Venezuela, Bolivia, Argentina, Ecuador, Brasil y Nicaragua comenzaron a trazar un rumbo continental independiente y soberano con la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA-TCP), la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y otros mecanismos de integración y colaboración.
Rusia capitalista no debía ser el enemigo, pero con el pretexto de la lucha contra el terrorismo la rodearon de bases militares, apoyaron procesos secesionistas en su territorio, generaron e impulsaron conflictos en las antiguas repúblicas soviéticas y en territorio ruso.
A pesar del saqueo generado en esa gran nación por el capitalismo salvaje en los años que siguieron a la caída del socialismo, y del complot occidental-estadounidense para destruir su economía y convertirla en un país dependiente, eliminando a un posible poderoso competidor por los mercados; continuó su camino sin titubeos con una política exterior soberana, mientras que las enormes riquezas materiales y humanas del inmenso país le situaron de nuevo en una posición de liderazgo mundial.
Por otro lado, la República Popular China emergió como fuerte contrincante de los intereses geopolíticos y económicos de Estados Unidos. La influencia chino-rusa –aliados estratégicos–, comenzó a ser vista como un peligro real por los pretendidos amos del mundo, sobre todo en América Latina.
En Latinoamérica, para poner fin a los procesos y gobiernos progresistas se ensayan variantes de golpes de estado, guerras no convencionales, donde la alianza de los grandes medios de comunicación privados con los políticos de la derecha, el poder judicial, la oligarquía entreguista, la CIA y el gobierno de Estados Unidos, articulan un frente común que ha cosechado éxitos.
En nombre de la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico, en el continente se establecen nuevas bases militares, se modernizan las existentes y aumenta significativamente la presencia de militares estadounidenses.
EL PELIGRO NUCLEAR
La administración de Donald Trump anunció, el 2 de febrero del presente año, su «Revisión sobre la postura nuclear», un documento que desarrolla el Pentágono, en el que se establece el rol de las armas nucleares en las necesidades geoestratégicas y de seguridad de los EE. UU.
La vocera oficial de la diplomacia rusa, María Zajárova, durante una rueda de prensa ofrecida el 15 de agosto estimó que el aumento «sin precedentes» del gasto militar norteamericano «ejerce un efecto destructivo sobre el sistema de seguridad internacional existente y constituye un repunte de la carrera armamentista de nefastas consecuencias».
Donald Trump firmó el 13 de agosto la Ley de Autorización de Defensa Nacional para el año fiscal 2019, que asigna más de 716 000 millones de dólares al sector militar.
Muchos analistas dictaminan el regreso de la Guerra Fría teniendo en cuenta el resurgimiento de un escenario de confrontación entre las dos más grandes potencias nucleares: Rusia y Estados Unidos, escenario en el que hay que tener en cuenta a China.
«La Guerra Fría ha vuelto», advirtió el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, al inaugurar una sesión extraordinaria del Consejo Seguridad convocada por Rusia en abril.
En su intervención Guterres advirtió que la disputa entre los países involucrados en el conflicto (Estados Unidos y sus aliados: Reino Unido y Francia) y el gobierno sirio de Bashar al-Assad respaldado por Rusia «es el mayor peligro actual para la seguridad y paz internacionales».
La gran pregunta es: ¿Asumirán China y Rusia el rol de nivelar las fuerzas de tal manera que los tambores, que hoy baten por la guerra, dejen de repicar?
El multilateralismo, la lucha decidida y unida de los pueblos del mundo por la paz, paz que no se logra con más armas, puede construir el equilibrio necesario. Apelemos, al menos, al instinto de supervivencia, al sentido común, para que se enfríen los cañones, para que la ambición desmedida, propia del sistema que hoy domina el mundo, no triunfe.
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