El Estado apenas controla un puñado de localidades de Sudán del Sur. Gran parte del país está bajo dominio de decenas de milicias armadas de casi 35 etnias.
En Sudán del Sur algunas familias se ven obligadas a vender a uno de sus hijos para poder mantenerse. “Lo hacen para alimentar al resto, porque necesitan comida”, explica Helen Murshali, directora del Confident Children out of Conflict (CCC), una organización local financiada por Unicef que atiende a niños abandonados en Yuba, la capital. “No sucede solo en áreas rurales, también aquí en la ciudad. Es algo habitual. Desde que estamos en crisis es común vender un hijo si tienes más de dos”. Cuando Murshali dice crisis se refiere a la guerra civil que estalló en 2013 en el país y que todavía dura. En Sudán del Sur, a la guerra la llaman crisis.
“Lo más común es vender a una hija, aunque aquí nunca usan esa expresión. Es tabú. Dicen que se casa. Pero lo que hacen es venderla a otra familia para que se case con algún hombre”. El precio, explica Murshali, varía, pero una niña de unos 11 o 12 años se puede intercambiar por unas 40 vacas. “La ley prohíbe esto en Sudán del Sur, pero la mayoría de la gente lo entiende como algo normal. Y cuando la familia ve que es incapaz de vender al niño o al bebé, lo abandona”, afirma.
“El otro día nos dejaron un bebé en la puerta del centro. Le hemos llamado Pitia. Tiene 14 meses”. El pequeño, vestido con una camiseta interior blanca cubierta de manchas, gatea por el suelo mientras otros niños atendidos por el centro dibujan en unas hojas.
“Otras veces lo que ocurre es que los niños, cuando se enteran de que los van a vender, o las niñas, cuando saben que las van a casar, se escapan. Y no pueden acudir a la policía porque los devolverían a casa”, añade Murshali. De este modo, solo en Yuba, la capital, se estima que hay unos 10.000 niños viviendo en la calle por su cuenta. La ciudad, según el último censo de 2010, tiene poco más de 500.000 habitantes —el país tiene una población total de 12,3 millones—.
Mary Kiden cuenta 14 años y se enteró hace cuatro meses de que sus padres ya habían acordado su boda con un amigo de la familia. “¿Cuántos años tenía ese amigo?”. “No sé”, dice Mary. “Era un señor”. Acaba de regresar del colegio y luce el pelo corto. Su voz es un hilo. “Mi familia es muy pobre y yo era la única chica de cinco hermanos. Veía cómo todas mis amigas se iban casando y dejaban el colegio. Y yo quería seguir yendo a clase. Así que cuando me dijeron que me iba a casar, me escapé”. Mary estuvo tres días refugiada en casa de una amiga hasta que acudió al CCC, donde vive ahora. “Echo mucho de menos a mi familia, pero cuando me entran ganas de regresar para verlos, pienso en que tendría que casarme con ese señor y ya no quiero volver”, explica.
En Sudán del Sur es imposible conducir en línea recta más de media hora. Si lo haces es probable que entres en un territorio controlado por una autoridad distinta. Y ahí pueden comenzar los problemas.
El país nació el 9 de julio de 2011, tras un referéndum en el que el 98,3% de la población votó a favor de la independencia de Sudán. Ha sido el último Estado del mundo en formarse y en ser reconocido. La idea era que los sursudaneses encontraran por fin una estabilidad que durante décadas se les ha negado. Las etnias que conforman Sudán del Sur —subsaharianas y, en su mayoría, cristianas— han estado, históricamente, oprimidas por la población árabe y musulmana que habita el norte.
La desigualdad en la relación llevó a la población del sur a luchar por una mayor autodeterminación y, en 1983, se formó el Movimiento de Liberación del Pueblo de Sudán (SPLM, en sus siglas en inglés) con su correspondiente brazo armado, el SPLMA. Ese año, el todavía estado de Sudán entró en guerra civil entre el norte y el sur. El Gobierno sudanés comenzó a financiar y a entrenar a decenas de milicias para combatir al SPMLA.
A mediados de los años noventa, lejos de frenarse, el conflicto se avivó con enfrentamientos internos entre sursudaneses. Los combates más significativos los protagonizaron los dinkas y los nuer, las etnias más poderosas de Sudán del Sur. Nació de este enfrentamiento el SPLMA-United, una escisión del SPMLA que años después se convertiría en el SPLM-IO, la actual oposición al Gobierno sursudanés. La violencia golpeó en todas direcciones. Las matanzas se multiplicaron y, según estimaciones de algunos historiadores, 1,3 millones de sursudaneses murieron en esta espiral bélica.
Una vida en guerra
La violencia fue tal en estos años que casi todas las etnias del sur decidieron formar su propio grupo armado para defender sus comunidades. En el país hay unas 35 etnias: la zona se consolidó como incontrolable.
La guerra se extendió hasta 2005, año en el que se logró un frágil acuerdo de paz que, en realidad, no terminó con la violencia. Lo más parecido a la paz que logró Sudán del Sur se dio, precisamente, con la independencia en 2011. Duró poco: dos años después, el vicepresidente Riek Machar, de la etnia nuer, intentó dar un golpe de Estado contra el Gobierno de Salva Kiir, de la etnia dinka. Estalló la guerra. Otra vez.
Los dos bloques —el SPLMA y el SPLM-IO— utilizaron las decenas de milicias repartidas por el país para combatir. Sudán del Sur se convirtió en lo que todavía es hoy: un rompecabezas, un tablero donde prácticamente cada grupo étnico posee su propio brazo armado y controla su territorio. Algunos de estos grupos ni siquiera tienen propósitos bélicos. Solo controlan su región y se conforman como la única autoridad, muchas veces siendo simples criminales o bandidos. Son 35 países dentro de uno. Hace unos días ambas partes, tras largas conversaciones, acordaron firmar un acuerdo de paz que debería implementarse en ocho meses y que cuenta con el respaldo de Naciones Unidas, que ha decretado un embargo de armas. El país más joven del mundo ve, por primera vez, luz al final de la travesía. Aunque nadie se fía. Ambos bloques y sus correspondientes milicias aguardan al siguiente paso.
“Aquí, en Sudán del Sur, el Estado controla las principales ciudades y pueblos. Fuera de eso, solo milicias. El país es como un archipiélago de islas y solo puedes ir de una a otra en avión. Viajar por carretera es muy peligroso. Así que, aquí, casi nadie sale jamás de su pueblo o ciudad”. Habla Michael Koma, director del periódico The Dawn, uno de los más importantes del país africano. Distribuye un millar de ejemplares al día. Michael nos atiende en la redacción del diario, una vieja casa a las afueras de Yuba con mesas blancas vacías y cubiertas de polvo. No hay ordenadores. Ni siquiera bolígrafos. Los redactores traen de casa viejos portátiles.
El macabro tablero
“Más allá del conflicto, el problema que tenemos aquí es que no hay una identidad nacional. Cada etnia se siente parte del grupo e ignora a los demás”, cuenta Koma. “Cada grupo habla su lengua y desconoce las otras. Si vas por la calle, los grupos de gente que ves son todos de la misma etnia”. Y, dentro de estas etnias, dos son las más poderosas: los dinkas, mayoría en el Gobierno y los puestos de relevancia, y los nuer, que encabezan la oposición.
En el patio del Hotel South Sudan, el diputado Mathew Ayuong lo niega. “Donde no llega el Estado, no hay Estado. No hay alternativas. Y el Estado es el único que garantiza ese sentimiento nacional que cada día es mayor. Estamos bien, estamos ya en paz y cada vez más unidos”. Ayuong no forma parte del Gobierno, pero sí de un bloque común entre oposición y Ejecutivo llamado Partido Nacional del Congreso. Un periodista local curtido en la política sursudanesa añade tras la entrevista: “No es una oposición real. Es un bloque disfrazado de democracia que lo único que persigue es derrotar al SPLMA-IO, la oposición real. El señor Ayuong es dinka, por supuesto”.
Ni siquiera la guerra que padece el país es común. Lo extremo de su violencia salió a la luz de forma oficial el pasado febrero. Un extenso informe de la ONU recoge las atrocidades que tanto el Ejército (SPLMA) como las milicias han perpetrado contra civiles. Varias declaraciones del dosier de Naciones Unidas explican cómo niños fueron obligados a violar a sus madres o a matar a sus familiares. O cómo civiles fueron mutilados o quemados vivos. El informe califica los testimonios de “devastadores”. Según estima Unicef, unos 19.000 niños soldados forman parte de milicias.
El resultado del violentísimo enredo es un país inutilizado para avanzar desde su nacimiento, a pesar de contar con enormes yacimientos de oro, uranio y petróleo que son incapaces de explotar. Allí donde sí se logró producir petróleo se tradujo en un beneficio que fue a parar directamente a la guerra: el Gobierno dilapidó las ventas de crudo en armas. El Estado adeuda a los trabajadores públicos más de seis meses de salario.
Sudán del Sur ocupa el puesto 181 en el Índice de Desarrollo Humano (IDH) de Naciones Unidas, de un total de 188. El conflicto mantiene a 2,1 millones de personas desplazadas de sus hogares viviendo en campos y 1,5 millones de refugiados en otros países, según datos de la ONU. Desde que arrancó la guerra en 2013 se contabilizan 300.000 fallecidos.
“Necesitamos la paz para empezar siquiera a pensar en crecer. En Sudán del Sur ya hemos perdido tres generaciones. Para los niños no existe otra realidad que la guerra”, explica el periodista Michael Koma.
Un total de 135 niños de cada 1.000 mueren en Sudán del Sur antes de cumplir cinco años. La mortalidad de mujeres al dar a luz es la más alta del mundo. El 3,1% de la población vive con VIH y no hay ningún otro lugar en el mundo con más casos de malaria. Un profesor y analista político de Yuba que prefiere no revelar su identidad explica: “El motor de la economía de Sudán del Sur es la ayuda humanitaria. Somos uno de los países más dependientes del mundo. Los jóvenes no pueden emprender ni idear nada: han crecido creyendo que la comida cae, literalmente, del cielo. Aquí solo el 27% de la población ha ido al colegio”.
Por si fuera poco, la inseguridad aumenta. Yuba se ha convertido en una ciudad en la que difícilmente se puede salir de noche sin ser asaltado. La capital es una ciudad de casa bajas y empobrecidas. No hay muchos coches, por momentos se ven más todoterrenos de ONG y agencias humanitarias que vehículos particulares. Solo las calles principales están asfaltadas. Los alrededores, en contraste, ofrecen un verde y despejado paisaje.
“El país está lleno de armas. Y el Gobierno ejerce una enorme represión en la calle. Hay un clima permanente de violencia”, afirma Koma. “En Sudán del Sur la sociedad civil no existe, todo el mundo tiene mentalidad militar. Si hay un problema, se arregla con violencia”.
La terminal del aeropuerto es una carpa instalada sobre tierra (barro cuando llueve). Bajo el plástico blanco se amontonan los pasajeros junto a aquellos que acaban de aterrizar y buscan su maleta en una montonera de mochilas, cajas y bolsas. Justo al lado hay un descampado con un avión abandonado y medio desguazado. Un grupo de niños que difícilmente supera los 10 años juega junto a él. Por todos los rincones de la ciudad se pueden ver grupos de críos descalzos. Según datos de Unicef, la agencia que ha apoyado este viaje, hay más de 7.000 niños en Sudán del Sur que desconocen dónde están sus padres. Y hay más de 4.000 familias que no saben dónde están sus hijos. La historia del eslabón más débil se repite también en esta guerra.
Los niños huyen de la violencia, de la guerra o de sus propias familias. Son los niños del último país del mundo. Y solo si el acuerdo de paz prospera se les presentará alguna oportunidad.
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