Desde la victoria de Trump con su discurso proteccionista y nacionalista, el tema económico que domina sobre los demás es la amenaza de guerra comercial, de forma que han dejado de primar, para muchas tomas de decisión, los fundamentos económicos, y los mercados se dejan llevar por declaraciones y actuaciones políticas. El temor está justificado. Potencialmente puede derivar en una caída del crecimiento global (0,5% menos en 2020 según el FMI) que afectaría a nuestras exportaciones. Trump ha creado un ambiente de caos. Su Gobierno implantó aranceles a las importaciones de productos importantes como el acero y el aluminio (justificándolo por razones de seguridad nacional) seguidos de propuestas, muchas ya ratificadas, para varios productos de Europa y, sobre todo, China.
Donald Trump ve -probablemente de forma interesada- al comercio internacional como un juego de suma cero, es decir, lo que unos ganan otros pierden, y no algo de lo que todos los países pueden beneficiarse, como predicen los modelos básicos de comercio. Al menos globalmente, porque la teoría económica y la evidencia muestran también que produce ganadores y perdedores entre los distintos grupos sociales. En el conocido Contrato con el Votante Americano, Trump decía que “EEUU revisará los acuerdos de intercambio comercial internacional a fin de terminar de forma inmediata con los abusos de que son objeto”, y en su discurso inaugural de 2017 señaló que “la protección conducirá a una gran prosperidad”. Los peores presagios se están cumpliendo, y estas declaraciones animan a las empresas de EEUU a iniciar expedientes antidumping con suma facilidad.
El problema es que con este proteccionismo unilateral no solo se elevan los precios finales para los importadores americanos, sino que se genera una reducción de las exportaciones de los países gravados que, dependiendo del producto, puede alcanzar el mismo nivel que el aumento de los precios. Con la consiguiente pérdida de empleos, directos e indirectos. Los aranceles a la aceituna negra española ya tienen consecuencias, pero es más lo que nos jugamos; Trump cuestiona las (controvertidas) ayudas de la PAC, por lo que pueden extenderse a otros productos.
El pesimismo, como citamos en otras ocasiones, hay que cultivarlo para convertirlo en el pesimismo creador que se refería Ramón y Cajal como reacción a la “estulticia oficial”. La ministra de Industria, Comercio y Turismo se ha reunido con la comisaria de Comercio de la Unión Europea para defender intereses y trasmitir propuestas, y ya se denunció a la Comisión de Comercio de Estados Unidos por la imposición de aranceles a la aceituna negra; el Gobierno parece actuar con determinación. Pero este caso empezó hace más de un año. Hubo dejadez estatal (ver Diarios de Sesiones del Senado, entre otros), siendo EEUU el mayor mercado para la alimentación española fuera de la UE. El Gobierno tiene una hoja de ruta en política comercial, sustentada fundamentalmente en el beneficio a la mayoría y el desarrollo sostenible a largo plazo, pero debe ser proactivo en la coordinación y las decisiones de las instituciones comunitarias, si es que la UE es capaz de aglutinar los intereses de tantos países, nada fácil. Casi todo puede ser reversible, pero hay que estar preparado para cuando, en un horizonte temporal cercano, la aceituna negra no sea más que el inicio de una escalada proteccionista. Trump quiere instigar la guerra comercial; le conviene electoralmente. Y la teoría económica también muestra que, bajo determinadas condiciones, las economías suficientemente grandes pueden utilizar los aranceles para mejorar el bienestar total del país importador durante un período no desdeñable (hasta la reelección de 2020), salvo que otras suficientemente grandes tomen represalias, aunque todos los consumidores queden en peores condiciones.
Es pertinente, por tanto, llevar el caso a la OMC, antes de que nos preguntemos cuál será el próximo sector atacado. En los productos de la PAC no es sencillo. Hay que ir con argumentos claros y contundentes para demostrar que las políticas de apoyo no están reñidas con la libre competencia, sino comprometidas con la calidad y seguridad alimentaria, la protección medioambiental, el respeto a estándares sociales mínimos… y más cosas. Sería un error caer en una actitud meramente reactiva.
el economista