En abril de 1948 estalló en Bogotá la revuelta popular conocida como «El Bogotazo», en protesta por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, posible ganador de las elecciones. La explosión popular de abril del 48 y la posterior represión costó más de 3 000 vidas y la destrucción de barrios enteros de la capital.
Parece que la muerte, enseñoreada con Colombia, se niega a abandonarla. ¿Cuántos más tienen que caer para satisfacer al Moloch de la codicia, el entreguismo y la ambición?
En abril de 1948 estalló en Bogotá la revuelta popular conocida como «El Bogotazo», en protesta por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, posible ganador de las elecciones. La explosión popular de abril del 48 y la posterior represión costó más de 3 000 vidas y la destrucción de barrios enteros de la capital.
«El asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, en 1948, genera una organización de matones adscritos a la policía y al ejército… Estos esbirros del régimen conservador se expandieron por todo el territorio nacional con el objetivo de matar liberales y comunistas, ateos y masones».1
Belisario Betancourt –presidente de Colombia durante el periodo de 1982 a 1986– llamó «factores objetivos» de la violencia a los persistentes patrones de exclusión social, económica y política2. La hermana nación sudamericana se convirtió en campo de batalla de los carteles de la droga, carteles estrechamente vinculados a los servicios especiales estadounidenses, cómplices del exterminio de líderes sociales y políticos que podían constituir un peligro para los intereses del imperio y de la oligarquía colombiana.
Durante el mandato de Belisario Betancourt, a pesar de que se lograron acuerdos de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Movimiento 19 de abril (M-19) y el Ejército Popular de Liberación (EPL), aparecieron grupos paramilitares, sectores políticos y de las Fuerzas Armadas opuestos a los acuerdos que provocaron una nueva escalada de violencia que desembocó en la toma del Palacio de Justicia por guerrilleros del M-19, a fines de 1985.
El gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) anunció la continuidad en los procesos de paz iniciados por el gobierno de Betancourt, con la premisa de la integración de los guerrilleros a la vida civil, pero la oleada criminal contra la Unión Patriótica (UP) tomó altura cuando el nuevo Congreso apenas llevaba un mes de sesiones.
En Barrancabermeja (Santander), el 30 de agosto 1986, fue asesinado el primero de los líderes electos de la UP, Leonardo Posada Pedraza, en Villavicencio (Meta), y fue asesinado el senador de la UP, Pedro Nel Jiménez Obando.
El avance del paramilitarismo y del narcotráfico adicionaron después nuevas víctimas: el magistrado Gustavo Zuluaga en octubre; el director de la Policía Antinarcóticos, coronel Jaime Ramírez en noviembre; y el director de El Espectador, Guillermo Cano, en diciembre.
Con la ruptura de los acuerdos y conversaciones de paz, la UP quedó situada en el blanco directo de los grupos paramilitares. El domingo 11 de octubre de 1987, cuando regresaba a Bogotá con su esposa y sus tres hijos, fue baleado por sicarios el máximo dirigente de la UP y excandidato presidencial Jaime Pardo Leal.
El año 1988 pasó a la historia como «el año de las masacres», pues los grupos paramilitares actuaron con extrema violencia y total impunidad contra todo aquello que oliera a izquierda. El colofón fue el asesinato, el 22 de marzo de 1990, del candidato presidencial de la UP Bernardo Jaramillo Ossa, y el 26 de abril, el asesinato del candidato del M-19 a la jefatura del Estado, Carlos Pizarro, cuando viajaba en un avión hacia Barranquilla.
Hay quien señala que existen diferencias entre aquellos hechos y los últimos sucesos acaecidos en la sufrida tierra colombiana, sobre todo en los años en los que se ha estado intentado construir la paz. Algunos elementos pueden parecer diferentes, pero solo aparentemente, porque en esencia lo que se busca antes y ahora es privar de liderazgo a los movimientos sociales, exterminar todo lo que huela o interpreten ellos como izquierda o simplemente, se oponga a los intereses del poder oligárquico proyanqui.
Tras el proceso que culminó con importantes acuerdos en La Habana, parecía que se ponía –al fin– término a largos años de guerra. El pueblo respiró aliviado, pero poco duró la esperanza, porque se desató de nuevo la violencia contra los líderes de la izquierda y la oleada de crímenes creció exponencialmente.
CERRAR EL PASO A LA IZQUIERDA
El último informe de la Defensoría del Pueblo reveló que entre el 1ro. de enero del 2016 y el 30 de junio de este año, 311 líderes de derechos humanos, sociales o comunitarios fueron asesinados. Se trata de una masacre cotidiana, en la que las organizaciones de ultraderecha parecen tener carta blanca para actuar y los asesinatos reviven el fantasma del terror que vivió el país años atrás.
Gustavo Petro, opción de la izquierda en la campaña del 2018, exigió al presidente electo Iván Duque que se pronuncie en contra de los asesinatos de quienes apoyaron a Colombia Humana en las elecciones recientes. «Su silencio permite el empoderamiento de los asesinos», dijo.
Hace solo unos días se conoció el asesinato de Ana María Cortés, secretaria de la campaña de Petro en Cáceres. Alberto Brunori, representante del Alto Comisionado de la Oorganización de Naciones Unidas (ONU) para los Derechos Humanos, afirmó que la defensa de los derechos humanos en Colombia se ejerce bajo asedio.
Suman ya miles los muertos y los desaparecidos, la cifra se incrementa día a día. El cóndor que ensangrentó a América Latina parece plegar sus alas en Colombia y la actual ofensiva criminal intenta, sin duda, eliminar cualquier oposición.
Durante las elecciones recientes, los grandes medios privados desataron una fuerte campaña de descrédito contra la izquierda, demonizaron a los líderes progresistas, a los exguerrilleros, sembraron el miedo en la población, engañaron sin escrúpulos; el objetivo: cerrar el paso a la izquierda.
La persecución judicial y la posterior acusación aplicada contra Jesús Santrich, exjefe guerrillero, forma parte de la ofensiva neofascista en el continente.
Y como si no fuera suficiente, el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, anunció en alocución televisiva a todo el país el pasado 26 de mayo y como un gran logro, la formalización en Bruselas del ingreso de Colombia a la OTAN en la categoría de socio global. «Seremos del único país de América Latina con este privilegio». El anuncio se hizo realidad el 31 de mayo.
En una región declarada como «Zona de Paz», algunos gobiernos de derecha parecen jugar con algo tan sagrado y necesario como la vida misma. Estados Unidos intenta convertir a Colombia en su portaviones sudamericano, en misil de la OTAN contra Venezuela, en bastión de sus intereses hegemónicos, cubriéndola de bases militares. Para lograr sus propósitos necesita poder actuar con total tranquilidad, sin estorbos, para eso construye la pax yanqui, en un escenario en el que también los líderes sociales estorban.
EN CONTEXTO:
– 90 países se pronunciaron recientemente con preocupación acerca del tema, en la discusión del Informe de Colombia ante el Examen Periódico Universal (EPU) en Ginebra, Suiza.
– Entre el 2016 y el 2018 en Colombia se reportaron 261 crímenes, una realidad aplastante ante los 35 casos que en el 2013 habían sido reportados por la Defensoría del Pueblo.
1
Nota tomada de: Fidel Castro Ruz. La Paz en Colombia, Editora Política, La Habana, 2008. pp. 67
2
Marc Chernick, politólogo norteamericano, investigador de la Universidad de Yorktown, de Washington, en su reciente libro Acuerdo posible. Tomado de La Paz en Colombia, Fidel Castro Ruz, editora Política, La Habana, 2018, pp. 257.
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