El soterramiento de la solución de los dos Estados. El bombardeo al régimen sirio. La ruptura del pacto nuclear con Irán. El traslado de la embajada a Jerusalén. Con Donald Trump, lo impensable hace tan solo dos años se ha vuelto realidad. En un vertiginoso crescendo, el presidente de EEUU ha dejado claro que su política en Oriente Próximo pasa por el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. No ya en calidad de interlocutor privilegiado, sino como representación casi vicaria de su diplomacia. “Presidente Trump, al reconocer la historia, ha hecho historia. Israel no puede tener mejor amigo en el mundo”, proclamó este lunes Netanyahu. “¡Gran día para Israel. Enhorabuena!”, tuiteó Trump.
La apertura de la Embajada de Estados Unidos en Jerusalén fue una promesa electoral de Trump. Aunque hubo quien pensó que sólo tendría vida en campaña, su materialización demuestra una vez más que el presidente se ha propuesto dar a sus votantes aquello que les ofreció, por muy desaforado que sea. En este caso, además, su justificación política le ha resultado fácil.
El traslado fue aprobado por el Congreso en 1995. Los diferentes presidentes no lo llevaron adelante alegando motivos de seguridad nacional. Era una excepción incluida en la ley y que permitió a Bill Clinton, George Bush hijo y Barack Obama defender en voz alta la capitalidad de Jerusalén al tiempo que evitaban abrir la caja de los truenos.
Con la llegada de Trump al poder, las tornas cambiaron. Sin importarle romper el status quo de un espacio que encarna como ninguno el conflicto palestino-israelí, el presidente anunció en diciembre pasado que llevaría la embajada a la zona occidental de Jerusalén. Y en contra de los previsiones de la Casa Blanca que hablaban de tres años para ejecutar la mudanza, el presidente puso el acelerador y la ha culminado en solo seis meses.
“Desde que el Congreso aprobó por abrumadora mayoría reubicar en Jerusalén la embajada, todos los presidentes han aplazado la decisión por miedo a afectar las negociaciones de paz. Pero décadas después no estamos más cerca del acuerdo. Este es un paso largamente postergado que permitirá avanzar en el proceso y trabajar en la consecución del pacto”, se justificó en diciembre el presidente. “Israel es una nación soberana con el derecho, como cualquier otra nación soberana, de determinar su propia capital”, remachó este lunes por videomensaje.
Con el traslado, la Casa Blanca ha culminado un proceso que empezó a cristalizar en la primera visita oficial de Netanyahu a Washington. En febrero de 2017, cuando Trump apenas llevaba un mes en la Casa Blanca, el líder israelí logró que el presidente de EEUU dejase a la intemperie a los palestinos al apartarse del objetivo de crear dos Estados. “Ambos tienen que negociar y llegar a compromisos. Aceptaré lo que acuerden, puedo vivir con uno o dos Estados”, dijo entonces el republicano.
Este alejamiento de un principio rector de la diplomacia estadounidense fue un regalo para el sector más duro del Likud pero también una advertencia de lo que vendría después. En estos meses, la brújula estadounidense ha conducido siempre al mismo punto. Con el bombardero a Siria y, sobre todo, el abandono del pacto nuclear con Irán, Washington ha hecho suyas las reivindicaciones de Netanyahu y ahondado la demolición del legado de Obama.
“Netanyahu no solo influye sino que exacerba los instintos naturales de Trump y su equipo. Con un primer ministro más pragmático, la dirección política de la Casa Blanca habría sido otra, y no nos habríamos encontrado con una ceremonia como la de hoy, en la que se ha fortalecido a los extremistas israelíes al tiempo que se clamaba retóricamente por la paz”, indica a este periódico el analista Daniel Levy, presidente del think tank US-Middle East Proyect.
La asunción norteamericana de los enunciados de Netanyahu tiene un protagonista y, según se mire, un perdedor: Jared Kushner. La elección de este judío ortodoxo para buscar el “acuerdo definitivo” entre palestinos e israelíes fue una apuesta de alto riesgo. En su contra jugaba su nula experiencia política; a su favor, un fortísimo nexo relacional: no solo es yerno del presidente sino amigo desde su infancia de Benjamín Netanyahu, estrechamente relacionado con su padre, un magnate inmobiliario de New Jersey y donante del asentamiento de colonos de Beit El, en Cisjordania.
El resultado del experimento ha sido la instauración de un desequilibrio. Carente de distancia diplomática, la proximidad de Kushner a sus dos valedores ha generado una narrativa en la que los intereses de Trump y Netanyahu son indiscernibles. Más que un negociador con los palestinos, el yerno presidencial ha actuado como un hombre-puente que comunica y complace a ambos dirigentes. Y ambos, encerrados en este ejercicio de solipsismo, han respondido dando la espalda al mundo y sientiéndose en posesión de la verdad histórica. El propio Kushner lo corroboró este lunes durante la inauguración de la embajada: “Estamos junto a nuestros amigos y aliados. Y por encima de todo, hacemos lo correcto”. Afuera, la sangre volvía a oscurecer Gaza.
El Pais