El Líbano es un país inefable. Cuando en todo el mundo la recesión económica provoca estragos en la vida cotidiana de millones de personas, los libaneses presumen de estar al margen de la crisis financiera internacional. Muchos paises árabes, los ricos principados petrolíferos del Golfo, padecen las consecuencias de estas turbulencias desecadenadas en Occidente, pero aquí, según el texto del último informe del FMI, no ha habido hasta ahora repercusiones de esta crisis.
Ningún banco ha quebrado, no se ha desmoronado el especulativo mercado inmobiliario, alimentado por los capitales de los libaneses que trabajan en el extranjero, en el Golfo o en África, y con el blanqueo de dinero, no hay ningún estado de ánimo de angustia, de inquietud, mucho menos de pánico, pese a las incertidumbres políticas de la república.
El sector bancario libanés alcanzó el pasado mes de noviembre un índice de crecimiento del doce por ciento anual. Con una política económica disciplinada que prohibía, por ejemplo, los créditos de riesgo como los préstamos hipotecarios “subprime” tan traídos y llevados, el gobernador del Banco Central, el lampiño Riad Salame, que en árabe quiere decir Paz, ha sabido mantener su país al pairo de estas tormentas de la finanza.
Riad Salameh ha sido galardonado por revistas como “Euromoney” y “The Bank” con el título del “mejor director de los bancos centrales del Oriente Medio”. El Líbano ha sido y es un sorprendente refugio de capitales. Es difícil imaginar que un país tan azotado, desde décadas, por guerras, violencias interminables, inseguridades latentes, su sector bancario siga intacto. En los tiempos de anárquicas milicias callejeras, nadie asaltó la sede del Banco Central de la calle de Hamra, en cuyos sótanos se guardaban sus famosas reservas de oro.
Los numerosos bancos que hay en Beirut apenas fueron atacados por los guerrilleros de toda calaña. La céntrica calle de los bancos, en el corazón de la capital que fue devastado por las guerras, salió indemne de las destrucciones. Malas lenguas contaban, entonces, que los “señores de la guerra” recibían importantes sumas de dinero para que sus combatientes no bombardeasen ni saquearan esta zona de la ciudad.
El único problema bancario fué el hundimiento del “Intra Bank” que arrastró también al “Casino del Líbano”, en la feliz década de los seseinta, cuando nadie podía barruntar las catástrofes que se cernían sobre Beirut. La finanza es la columna vertebral del país, por todos respetada.
El secreto bancario sigue escrupulosamente en vigor. Los intereses que se obtienen todavía por depósitos, tanto en libras libanesas como en dólares, que hace unos pocos años habían alcanzado el veinte, el quince, el diez por ciento, son indudablemente más elevados que los que se pagan en el resto del mundo. Aquí hay gente que todavía puede tratar vivir de renta.
No hay un país en el mundo comparable al Líbano que ha sabido escapar de hecatombe financiera gracias a una acción presupuestaria prudente en el ámbito de su economía de mercado.